martes, 21 de abril de 2009

Y AHORA... ¿QUÉ HACEMOS?

Se lo había advertido más de una vez. Le había dicho que en aquella casa sólo había espacio para nosotros, pero él se empeñó en invitarla. Por su culpa, cogí el teléfono y la invité a cenar aquella noche en nuestra casa. Preparé todo para que ella se sintiese cómoda en nuestra compañía e incluso cociné aquello que, en una de nuestras conversaciones, me dijo que le gustaba. Como no era una cena íntima y una parte de mí me decía que yo no debía de estar allí, deseché la opción de las velas. Eso sí, saqué la mejor botella de vino que tenía para poder degustarla en aquella cena que, si bien no era lo que yo quería, tuve que hacer tras la insistencia de mi compañero.

Cenamos, reímos, hablamos largo y tendido y, finalmente, terminamos viendo una película como si fuésemos adolescentes que aprovechaban la ausencia de los padres para tomar el salón de la casa mientras los dvd’s de comedias románticas americanas se iban sucediendo uno tras otro. Esa noche no vimos ni thrillers, ni películas del oeste, ni películas de miedo. Tuve que abortar esa misión porque a ella no le gustaban y mi compañero hacía hincapié en que no las pusiera. Cómo se nota que estaba coladito por ella.

Con el paso del tiempo sus visitas fueron cada vez más y más frecuentes. Incluso había noches en las que venía y ninguno de los tres dormía porque nos descalzábamos y nos tirábamos en el sillón a hablar hasta que la claridad llenaba todo el salón y nos obligaba a retirarnos a nuestras camas. Se quedó un par de veces en casa hasta que pasó lo que nos habíamos prometido que no iba a pasar. Él se enamoró de ella y ya todo fue distinto, como pasa en todas las ocasiones, para qué engañarnos.

A los dos o tres meses, ella terminó viniendo a vivir con nosotros. Los días de amor, eran maravillosos. Todo era armonía en la casa. Sonreíamos entre nosotros y cualquier acontecimiento era celebrado como si fuese fin de año. Era como vivir en el programa de José Luis Moreno constantemente. Por otra parte, cada vez que había discusión en casa, yo optaba por encerrarme en mí para no oír las acusaciones que salían de su boca, unas veces con razón, y otras sin ella. La tensión en la cocina, en el pasillo y en el salón, se podía cortar. A la hora de dormir, lo incómodo del silencio era de tal magnitud en la casa, que cualquier golpe de tos de un vecino sonaba a música celestial. Se agradecía como los jardines agradecen el mes de mayo tras los inviernos cada vez más sombríos a los que nos estamos enfrentando.

Al final, como sucede en algunas ocasiones, el amor no resistió tanto reproche, tanta acusación ni tanta pelea y optó por marcharse. Aquel día, el sentimiento agarró las maletas, cogió la puerta y se fue tras una discusión que ni ella ni él pudieron soportar. El hastío al que fue sometido se le vino encima y decidió hacer mutis sin querer volver a escena nunca más.

Una vez se fue, llegó lo doloroso para mi compañero. Tocó ventilar la casa, oír el eco en las habitaciones cuando repetía su nombre, tirar las fotos por la papelera de reciclaje, quemar cartas, renunciar a parte del pasado, llenar los huecos vacíos en los armarios, sustituir protagonistas en todos y cada uno de los portarretratos de la casa y tropezarse con lo ingrato del amor cada vez que llegaba a casa, la soledad.

A ver qué hago ahora con él para que vuelva a ser el mismo. ¿De dónde sacaré fuerzas para ayudarle? En su día le advertí que sin ella estaríamos mejor, que nosotros dos solos nos las arreglábamos bien. Supongo que, pese a llevarse tantos golpes a lo largo del tiempo, cayó en la tentación como un novato otra vez, haciendo buena la frase de Óscar Wilde.

Lo mejor de todo es que le adivino las respuestas a cada pregunta que le hago. Sus argumentos siempre son los mismos. Que si uno no elige de quién se enamora, que si él es como un niño, que no se le puede poner diques al océano y, la mejor de todas, que atiende a razones que la razón desconoce. Elija la opción que elija para convencerme, lo cierto es que por su culpa, ya nada volverá a ser como antes. Mañana no será otro día cualquiera. Supongo que desde primera hora hasta por la noche intentaré curarle un poquito más la herida que ella dejó. En fin, qué le voy a hacer. Maldito corazón. Por qué le habré hecho caso…

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