domingo, 26 de abril de 2009

EL REENCUENTRO

Después de que su ruptura sentimental fuese aireada por todos sus allegados, me lo encontré casualmente. Fuimos inseparables durante tanto tiempo, que cuando me lo tropecé de frente, casi no lo reconocí. No se parecía en nada al que fue un día. Había cambiado su semblante por completo. El miedo y la soledad se abrían paso en sus ojos. Unos ojos rojos a base de llanto y noches sin dormir, que daban a entender que el olvido no había acampado aún en su mente, o que se había acordado tanto de olvidarla, que seguía manteniéndola viva.

Sobre sus hombros, llevaba la culpa de algunos episodios de dolor en su vida. En su cabeza, el recuerdo de muchos buenos momentos que, por las noches, hacían acto de presencia obligándole a dormir cada noche entre lágrimas y maldiciendo aquellas curvas de ensueño y aquella sonrisa que lo atrapó en la tela de araña que tan bien había tejido ella.

Me dijo que desde aquella tarde en que ella se fue, todo se le hizo de noche. Pero no como cuando llega la noche en cualquier ciudad y las farolas iluminan el ocio y las calles. Se le hizo de noche sin luces de neón, ni carteles anunciadores de obras de teatro. No había en su mente mayor tráfico que el de los recuerdos, que se le agolpaban formando un atasco interminable que comenzaba a circular cuando la primera lágrima brotaba de sus ojos.

La impresión que daba era que se le hacía tan lóbrego el futuro, que decidió instalarse en el día que ella lo dejó, inamovible y con el dolor que se le presupone a aquella fecha. Así, vivió durante mucho tiempo en lunes, en la misma estación y con el mismo sentimiento de culpa y de resignación ante la nueva vida que debió comenzar mucho tiempo atrás y que, hasta ese momento, no había comenzado.

Me contó que era incapaz de encontrar la luz. Que seguía leyendo una y otra vez el mismo libro, mientras sus nuevas adquisiciones dormían hombro con hombro sobre la mesita de noche, esperando cada noche a que llegase su primera vez. En su mirada, no sólo se adivinaba la verdad que se le caía entre lágrimas por la boca, sino la decepción que se llevó de Neruda, de Borges, de Paulo Coelho y de los demás que le pintaron una rosa vista desde arriba, ocultándole las espinas que crecían en su tallo y que le perforaron la piel cuando quiso vivir sin medidas.

Sentí pena y, a la vez, unos sentimientos de responsabilidad y solidaridad para con aquel individuo. Al verle el luto en cada palabra, decidí ayudarle a limpiar su zona cero para que con el tiempo, pudiese edificar otra vez en el mismo sitio. Y empecé, esa misma noche después de verle, tirando todos los espejos de mi casa para no volver a encontrarme con aquel ser que encarnaba lo ingrato del amor.

martes, 21 de abril de 2009

CAMINANDO...

Caminando aprendí a caerme y también a levantarme una vez asimilado el golpe. Aprendí a distinguir a la gente con clase entre las clases de gente. Descubrí que hay gente que vive pendiente de las desgracias ajenas para preguntarles luego cómo les trata la vida y que, una vez preguntan, esperan ansiosos que la respuesta empiece por un “fatal” para luego ahondar en lo cruel del espíritu humano. En el caso contrario, es decir, en caso de que les digan “genial”, son ellos quienes se encargan de sacar la llave del vertedero y rebuscar entre la mierda para así intentar disimular su propio olor a podrido.

Caminando aprendí que hay gente que nunca dará una contestación optimista ante un proyecto futuro y que, mientras unos se la juegan, ellos están en sus casas esperando la caída para luego llegar con el “te lo dije” a punto de caérseles por la boca. Quizás porque en la caída del otro ven un océano en el que ahogar la frustración derivada de no haber intentado nunca nada más allá de lo seguro.

Caminando aprendí que los sueños, sueños son. Pero también aprendí que son gratuitos en un mundo en el que la realidad nos cuesta cada día más y más. Descubrí que el amor dejó de ser eterno en el momento en que voló la primera novia a los brazos de sabe Dios quién y que, en lo efímero, está verdaderamente la magia.

Caminé por varios círculos, pero siempre en línea recta y ascendente, apartando las grandes piedras para poder superar los reveses de un destino que, muchas veces, se olvidó de invitar a la suerte a mi casa.

Anduve recomponiendo espejos en mi alma después de que una mujer me desfigurase por dentro. Caminé llorando, corrí gritando, salté riendo, hasta que terminé rendido, sin recordar bien los motivos por que lloraba, gritaba o reía.

Después de casi veintisiete años andando, con heridas en las piernas por lo doloroso del trayecto y más de un callo en el pecho, me he dado cuenta de que me queda mucho camino por delante. Aunque creo que lo haré en bicicleta.

Y AHORA... ¿QUÉ HACEMOS?

Se lo había advertido más de una vez. Le había dicho que en aquella casa sólo había espacio para nosotros, pero él se empeñó en invitarla. Por su culpa, cogí el teléfono y la invité a cenar aquella noche en nuestra casa. Preparé todo para que ella se sintiese cómoda en nuestra compañía e incluso cociné aquello que, en una de nuestras conversaciones, me dijo que le gustaba. Como no era una cena íntima y una parte de mí me decía que yo no debía de estar allí, deseché la opción de las velas. Eso sí, saqué la mejor botella de vino que tenía para poder degustarla en aquella cena que, si bien no era lo que yo quería, tuve que hacer tras la insistencia de mi compañero.

Cenamos, reímos, hablamos largo y tendido y, finalmente, terminamos viendo una película como si fuésemos adolescentes que aprovechaban la ausencia de los padres para tomar el salón de la casa mientras los dvd’s de comedias románticas americanas se iban sucediendo uno tras otro. Esa noche no vimos ni thrillers, ni películas del oeste, ni películas de miedo. Tuve que abortar esa misión porque a ella no le gustaban y mi compañero hacía hincapié en que no las pusiera. Cómo se nota que estaba coladito por ella.

Con el paso del tiempo sus visitas fueron cada vez más y más frecuentes. Incluso había noches en las que venía y ninguno de los tres dormía porque nos descalzábamos y nos tirábamos en el sillón a hablar hasta que la claridad llenaba todo el salón y nos obligaba a retirarnos a nuestras camas. Se quedó un par de veces en casa hasta que pasó lo que nos habíamos prometido que no iba a pasar. Él se enamoró de ella y ya todo fue distinto, como pasa en todas las ocasiones, para qué engañarnos.

A los dos o tres meses, ella terminó viniendo a vivir con nosotros. Los días de amor, eran maravillosos. Todo era armonía en la casa. Sonreíamos entre nosotros y cualquier acontecimiento era celebrado como si fuese fin de año. Era como vivir en el programa de José Luis Moreno constantemente. Por otra parte, cada vez que había discusión en casa, yo optaba por encerrarme en mí para no oír las acusaciones que salían de su boca, unas veces con razón, y otras sin ella. La tensión en la cocina, en el pasillo y en el salón, se podía cortar. A la hora de dormir, lo incómodo del silencio era de tal magnitud en la casa, que cualquier golpe de tos de un vecino sonaba a música celestial. Se agradecía como los jardines agradecen el mes de mayo tras los inviernos cada vez más sombríos a los que nos estamos enfrentando.

Al final, como sucede en algunas ocasiones, el amor no resistió tanto reproche, tanta acusación ni tanta pelea y optó por marcharse. Aquel día, el sentimiento agarró las maletas, cogió la puerta y se fue tras una discusión que ni ella ni él pudieron soportar. El hastío al que fue sometido se le vino encima y decidió hacer mutis sin querer volver a escena nunca más.

Una vez se fue, llegó lo doloroso para mi compañero. Tocó ventilar la casa, oír el eco en las habitaciones cuando repetía su nombre, tirar las fotos por la papelera de reciclaje, quemar cartas, renunciar a parte del pasado, llenar los huecos vacíos en los armarios, sustituir protagonistas en todos y cada uno de los portarretratos de la casa y tropezarse con lo ingrato del amor cada vez que llegaba a casa, la soledad.

A ver qué hago ahora con él para que vuelva a ser el mismo. ¿De dónde sacaré fuerzas para ayudarle? En su día le advertí que sin ella estaríamos mejor, que nosotros dos solos nos las arreglábamos bien. Supongo que, pese a llevarse tantos golpes a lo largo del tiempo, cayó en la tentación como un novato otra vez, haciendo buena la frase de Óscar Wilde.

Lo mejor de todo es que le adivino las respuestas a cada pregunta que le hago. Sus argumentos siempre son los mismos. Que si uno no elige de quién se enamora, que si él es como un niño, que no se le puede poner diques al océano y, la mejor de todas, que atiende a razones que la razón desconoce. Elija la opción que elija para convencerme, lo cierto es que por su culpa, ya nada volverá a ser como antes. Mañana no será otro día cualquiera. Supongo que desde primera hora hasta por la noche intentaré curarle un poquito más la herida que ella dejó. En fin, qué le voy a hacer. Maldito corazón. Por qué le habré hecho caso…

domingo, 19 de abril de 2009

¿MERECE LA PENA SEGUIR?¿O ES PREFERIBLE CAMBIAR?

Me hago la pregunta porque después de tantas vueltas de las agujas del reloj, tantas hojas arrancadas en los calendarios y  tantos movimientos de rotación y traslación, echo la vista atrás y valoro todos y cada uno de mis movimientos en los últimos años.

Ahora, con el tiempo sobre mí, con mis errores sobre mi espalda y con mis aciertos en mi bolsillo de buenos recuerdos, me arrepiento de haber entregado el corazón a algunas personas y causas que, quizás desde un principio, supe que eran perdidas.

Nunca esperé nada de aquellos a quienes me entregué por completo, porque no eran inversiones. Pero sí es verdad que me vacié en más de una ocasión y, con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que fueron esfuerzos en vano con amistades meramente circunstanciales.

Es cierto que siempre es más feliz quien se entregó más puramente, sin tapujos. Pero también es cierto que llegado el momento, te das cuenta de que las hordas imperialistas de la ingratitud vienen a por ti. Porque te golpean por la espalda y el dolor lo sientes de frente, en los ojos y en el corazón. Quien menos esperabas que te traicionara, lo hace. Y no lo hace con un golpe físico, un desplante, o un grito. Lo hace pasando a tu lado sin dedicarte ni siquiera una mirada, para que el aire de su movimiento indiferente sea quien te golpee y te tire al suelo todos los buenos recuerdos, dejándote sin fuerzas para intentar devolver la bola.

Eso sí, lo bueno es tener amigos como algunos de los míos, que en cuanto notan el golpe que has recibido, se acercan hasta ti para recordarte que ellos siguen ahí aunque no seas la mejor persona del mundo. Para recordarte que en el fragor de la batalla en la que se convierte la vida conforme avanzan los años, ellos estarán a tu lado como escuderos, dejándose matar si hiciera falta. Gracias José Javier, porque tú eres de esos que se tiran conmigo a la piscina aún sabiendo que la piscina no tiene agua y que el fondo está tan lejos que el golpe va a ser mortal. No cambies ni dejes de recordarme, una vez se me hayan curado las heridas, que hay peligros que no se deberían correr jamás.

Creo que seguiré siendo como soy, pero no porque crea que cambiando voy a empeorar, sino porque soy tan gandul que me he acostumbrado a esta vida repleta de sinsabores que se olvidan cuando llega una alegría.

lunes, 13 de abril de 2009

42 HORAS

Fue el tiempo que estuvo en mi casa aquel inquilino. Un inquilino que no dejó a nadie indiferente. Mi abuela, nada más verle llegar, dio saltos de alegría y corrió a abrazarlo como si fuese un hijo suyo que acabase de llegar de la guerra o de estar embarcado. Mi madre, en cambio, cuando lo vio, se temió lo peor. Cogió la llave de los truenos y desató futuras tormentas que nunca llegaron.

Aún recuerdo cuando fui a recogerlo. Nada más llegar al punto de encuentro, sentí que me estaba esperando. Vino hacia mí ajeno al revuelo que se produce en momentos como ése. Se puso a mi lado, me lanzó una mirada cómplice y supe en ese momento que era él a quien había ido a buscar. Nos lo dijimos todo sin que hiciera falta hablar, como sucede normalmente en las grandes amistades.

En el coche, de regreso a la ciudad, ninguno de los dos habló. Yo me limité a hablar con Silvia y él, a dormir sentado junto a ella. Recuerdo que abrió los ojos justo antes de parar el motor de mi coche, como si supiera de antemano cuánto iba a durar el trayecto. Tal vez casualidad, tal vez magia. Lo cierto es que en su compañía todo fue distinto.

Pasé la primera noche hablándole para que se disipara el temor lógico ante una vida que comienza lejos de donde se había criado y para que tuviese claro quién llevaba los pantalones en mi casa. Le expliqué una y otra vez que si se ganaba a mi madre, lo tenía todo hecho. Es más, haciendo lo que le dije, supuse que mi madre hasta cocinaría teniendo en cuenta sus gustos antes que los nuestros. Al día siguiente, fui a buscar todo lo que era necesario para su estancia. Incluso le regalé una camiseta mía que pareció volverle loco cuando la vio.

En la segunda noche, la última, estuvimos jugando en la terraza ajenos a lo que iba a ocurrir al día siguiente. Nos pasamos lanzándonos pelotas de tenis más de una hora, mientras yo seguía advirtiéndole sobre mi madre. Se nos hizo tarde y nos fuimos a dormir a nuestros respectivos aposentos aunque él, por lo desconcertante del cambio, se metió en mi cama a la hora de habernos acostado. Le hice un sitio y él me lo agradeció no sólo por el frío que hace en noviembre, sino también por el cariño.

Pero al día siguiente, lo ingrato del destino vino a visitarnos justo cuando yo no estaba en casa. Mi madre, ignorante en ciertos aspectos de su comportamiento, le tiró el guante y, según me cuenta ella, él se volvió loco. Comenzó a correr, a dar saltos como loco y a comportarse como no lo había hecho antes en mi compañía. Rompió alguna figura inútil de esas que llenan muchas casas hasta hacerlas parecer del siglo XV y empezó a gritar a su manera. Mi madre, asustada ante aquel comportamiento, cogió rápidamente el teléfono y me dio a elegir entre mi amigo y ella. Lógicamente, la elegí a ella por lo del amor y toda esa parafernalia que envuelve a las relaciones madre-hijo.

A él lo devolví al lugar donde lo recogí entre lágrimas y diciéndole todo aquello que en su día no le dije. Probablemente él no me recuerde. Es más, si nos tropezamos en la calle, ni me reconocerá. Pero yo no lo he olvidado. Cada vez que voy por la calle y veo a alguien que se parece a él, me paro, lo recuerdo, suspiro y sigo caminando. Supongo que es lo que ocurre cuando sólo tienes buenos recuerdos de alguien. Y da igual que sea sólo un perro. Era mi perro.

TENGO MIEDO

Por norma general, las épocas de crisis sirven para ahogar los bolsillos de casi todos y, en algunos casos, para sacar a relucir el ingenio y la brillantez mental de unos pocos. Ni falta hace decir que, en tiempos de crisis, los temas a los humoristas (o a los que trabajamos para serlo) se nos presentan en bandeja. Porque, pese a lo que muchos ignorantes piensan, el humor inteligente no nace de las épocas en las que todo va bien y la suerte se nos presenta a manos llenas. El humor nace de la adversidad, de lo que nos es desfavorable. Y nace como último y primer recurso. Es el último recurso de una vida idiota y el primero de una vida inteligente. Por el contrario, lo que nace en las épocas de prosperidad, es la burla, la risa estúpida de aquellos que desde su atalaya de bienestar contemplan la desgracia de otros.

Este tiempo que me ha tocado vivir me ha dado para bastante en cuestión de guiones. Pero sobre todo, me ha ayudado a ver la realidad del pensamiento de quienes me rodean. Y es que, como decía mi abuela, “pa’ la recogida estamos todos, pero pa’ la siembra qué pocos amigos tengo”.

El viernes pasado, mientras una parte de la ciudad se quitaba la mantilla, otra se vestía para salir a ahogar las penas de la crucifixión en alcohol y otra aún más grande, tendía la toalla en el balcón del apartamento en el que estaba, tuve el placer de sentarme en un bar a cenar y a escuchar.

En una mesa aledaña al lugar en el que me había sentado escuché a un grupo de hombres, disfrazados con trajes de chaqueta, hablar de la situación económica por la que atraviesa el mundo en este principio de siglo. Y digo disfrazados con traje de chaqueta, porque ese es el uniforme que muchos utilizan para disfrazarse de personas respetables.

En aquella conversación, uno de ellos defendió a Hitler, Franco y Mussolini porque ellos tres, pese a matar a todos aquellos que pensaban de manera distinta, sacaron a sus países de una hiperinflación galopante. Otro, defendió a Stalin y a Fidel Castro porque, gracias a ellos, triunfaron las revoluciones de los desposeídos.

Tras oír la sarta de barbaridades que brotaban de sus bocas, mi cuerpo se estremeció al caer en la cuenta de que quizá muchos en esta sociedad piensan lo mismo. Y es que hemos llegado a un punto aparente de no retorno en el que, para muchos, lo que importa es el bolsillo y los resultados generales o la estadística. Lo que importa no es el modelo de dirigente transparente, ni los casos de miles de individuos soviéticos, cubanos, españoles, italianos, alemanes y judíos, entre otros, que fueron asesinados, masacrados o que tuvieron que vivir en el exilio. Lo que importa es el modelo de dirigente autoritario que nos saca de la crisis, el macho que se pasa por el forro de su constitución todo aquello que no le interesa, aquél a quien no le importan las particularidades de una sociedad cada vez más globalizada, pero a su vez más dividida.

Me asusta pensar que la gente pueda supeditar el triunfo o el fracaso de un sistema al funcionamiento de la economía y que más de uno pueda aplaudir el regreso de los tan temidos dictadores si con ello se les vuelven a coser los bolsillos.

Mal vamos, pero que muy mal.

domingo, 5 de abril de 2009

LA MEMORIA HISTÓRICA

Habrá quien piense, al leer el título de esta entrada, que mi intención es entrar en el debate de si se deben desempolvar viejos documentos para sacarlos del archivo nacional y acercarlos a las comunidades autónomas a las que afecta. Pero no es así. No entra en mis planes hablar de ese tema, o de la deuda histórica que el Gobierno de Canarias exige ahora al Gobierno de la nación.

Mi intención, al hablar de memoria histórica, es reflexionar acerca de una frase muy típica en las relaciones personales derivadas del mundo de la comunicación: “Donde dije digo, digo Diego”. Y es que, pese a estar curado de espanto, no deja de sorprenderme la actitud de muchos individuos quienes, tras haber curado las llagas en sus lenguas por el roce que les produjo criticar a otros, luego te los encuentras cenando en amor y compaña, entre risas y algarabía, o te los encuentras dejando mensajes en el Facebook, dando bienvenidas y mandando solicitudes de abrazos, o incluso te los tropiezas por la calle y te saludan con un beso y con un falso interés por el devenir de nuestras vidas.

Es asombroso cómo el tiempo es capaz de desvirtuar las palabras de algunos hasta conseguir que los autores de las opiniones no sólo no se retracten de lo dicho, sino que, bajo una aparente indignación, espeten que ellos jamás han dicho semejante cosa y que todo es producto de la envidia de otros.

Trasladando ésto a mi vida, he de decir que, gracias a Dios, decidí apartar de mi camino la mala hierba hace mucho tiempo. Justo cuando decidí ser la misma persona en cualquier sitio que estuviese, y no supeditar mi personalidad al sitio en que me encontrase y la gente que me acompañase, me di cuenta de lo asquerosas que pueden ser las relaciones personales cuando disfrazan de amistad lo que siempre ha sido interés.