martes, 30 de agosto de 2011

EL FÚTBOL SIN RADIO, FÚTBOL SIN VIDA

No suelo hablar de conflictos económicos en este zaguán. Prefiero hacerlo de sentimientos solitarios, de sentimientos en pareja y, por qué no decirlo, de aquellas cosas con las que muchos nos sentimos identificados y que nacen y mueren en corazones o en los pensamientos. Hoy, sin embargo, haré una excepción a medias. Voy a hablar del fútbol y la radio.

Si bien el choque entre estos dos protagonistas ha nacido por la exigencia de un canon de la LFP al medio de comunicación, prefiero hablar de ambos desde lo que para mí suponen.

El otro día, Jaume Roures, cometió el disparate de decir que el fútbol es tan poderoso que puede vivir sin la radio. Desde aquí, la única plataforma que tengo para expresarme aunque no llegue a tanta gente como lo hace usted, permítame estar en discordancia con su pensamiento. Paso a argumentarle.

No concibo el fútbol sin la radio. Ambos conforman, desde que tengo uso de razón, un binomio indivisible. Desde muy pequeño, no recuerdo una tarde de domingo en la que mi abuelo o mi padre no estuviesen abrazados a un pequeño transistor, cantando goles o pidiendo a Dios que los gritos de históricos de las ondas, como Joaquín Prats, José María García o Pepe Domingo Castaño, le dieran ritmo a la tarde saltando de campo en campo, atravesando la geografía española de norte a sur y de este a oeste.

Recuerdo volver de las vacaciones o de las excursiones familiares, con mis hermanas y mi madre protestando porque no se oía música en el coche y el balón rodaba entre vítores y maldiciones de mi padre hasta llegar a casa.

De hecho, la radio y el fútbol son inseparables hasta el punto de que, aun habiendo televisión, mi padre prefería siempre quitar el volumen a la tele y oírlo por la radio aunque tuviese que pagar el peaje del retardo y esperar dos o tres segundos para cantar el gol, como si desconfiara de Manolo Oliveros, Manolo Lama o Gaspar Rosetty.

Fíjese cómo es de importante la radio en el fútbol que, al igual que muchos aficionados a la Unión Deportiva Las Palmas de mi generación, en el año 1996, cuando los amarillos retornaron a la categoría de plata, fui al Estadio Insular pegado a la radio y con la ilusión de escuchar el primer gol de mi equipo en el Carrusel Deportivo. Me supo como si fueran gominolas escuchar aquello de “hay gol en Las Palmas” cuando Walter Pico metió la pelota en la portería.

Señor Roures, gracias a la radio he podido vivir la eliminación del Valencia de Jorge Valdano a manos de mi Unión Deportiva Las Palmas, he podido oír a Paco González cantar hasta quedarse sin voz un gol de Figo en la prórroga de la Final de la Copa del Rey contra el Betis, cuando éste lucía la camiseta del Barcelona (quién lo diría), he reído y he llorado de alegría y de tristeza. No intente pasar a la historia como un iluminado, porque el fútbol puede vivir sin usted, pero no sin aquellos que han hecho llegar hasta todos los hogares las hazañas de los jugadores históricos.

Si tuviese que hacer una alineación y no pudiese utilizar a jugadores de fútbol, probablemente estarían: Pepe Domingo Castaño, Joaquín Prats, José Ramón de la Morena, José María García, Gaspar Rosetty, Manolo Lama, Manolo Oliveros, Segundo Almeida, Francis Mata, Paco González y Juan Carlos Castañeda o Xuancar (porque en el fútbol y en la radio, siempre hacen falta los grandes aunque sean de la isla de enfrente). En el banquillo, el resto de profesionales que ha dado emoción al deporte rey marcando goles después de realizar paredes y regates impensables con las ondas.

Y si le nombro al cuerpo técnico ya se puede usted caer de espaldas. Como primer entrenador, Bobby Deglané. Como segundo para ayudar a éste y para que le metan el dedo en el ojo, Vicente Marco. Como director deportivo, José Joaquín Brotons. Y el resto del cuerpo técnico lo podría completar un gran número de personas sin las que el fútbol en España, no sería lo que es hoy.

Ellos sí son imprescindibles en el fútbol. Porque ellos han hecho de este deporte un batido de emociones. Para usted, probablemente, el fútbol hace tiempo dejó de ser un deporte emocionante y es simplemente un negocio.

Atentamente

Daniel Calero

martes, 23 de agosto de 2011

LOS SEMÁFOROS

Hay varias cosas en este mundo capaces de despertar en mí una inusual curiosidad. Hoy me detengo a hablar seriamente de una de ellas, los semáforos. Los semáforos, aunque no lo crean, son mucho más que un palo que regula el tráfico con lucecitas. En los semáforos nacen, se reproducen y mueren muchas historias.

A los seres humanos, cuando paramos en un semáforo, se nos abre un abanico inmenso de posibilidades. Ya que en los semáforos los hay que compran el periódico, que se ganan la vida haciendo malabares, que se hacen ricos comprando un número de lotería o un cupón de la ONCE, que intentan reconciliarse, que se lanzan a por su presa intentando robar un beso que llevan planeando desde que subieron al coche, que intentan conquistar intimidando con la mirada a quien va en el coche de al lado, etc.

En los semáforos yo he estado a punto de ganarme un Grammy después de interpretar magistralmente y con las ventanillas de mi coche subidas “El alma al aire” de Alejandro Sanz, mientras veía por el retrovisor como el conductor del coche que me seguía se hurgaba la nariz como si tratara de encontrar un tesoro. También he aprovechado más de uno para bailar al son de la Banda de Agaete con mis amigos en las noches de juerga sana que hoy extraño, ¡qué tiempos aquellos! Y por qué no decirlo, he conocido los grandes éxitos del reggaetón, del merengue, del house y la bachata, curiosamente, siempre al lado de un SEAT León, un Hyundai coupé, un VW Golf o Polo y, cómo obviarlos, un Renault Mégane o Clio.

Creo que la manía de aprovechar el tiempo en los semáforos la heredé de mi padre, que cuando yo era pequeño, tenía la bonita costumbre de aprovechar el tiempo en que el semáforo estaba en rojo, para pellizcarme la pierna si venía molestando o, si duraba mucho, bajarse, echar el sillón hacia delante y arrearme un guantazo. Porque cuando yo era pequeño, mi padre era muy propenso a aprovechar los tiempos muertos de los semáforos y yo, a temblar cuando los semáforos cambiaban de ámbar a rojo.

Hoy, de camino a casa, paré en un semáforo. Tal y como solemos hacer todos, miré al coche que tenía a mi lado. Porque yo no sé qué tienen los semáforos en rojo, pero cada vez que paramos en uno, nos da por mirar a todos los sitios. Izquierda, derecha, arriba, abajo, dentro de la guantera, dentro de la nariz en el espejo interior… Al mirar hacia la derecha la vi. Allí estaba ella. Una chica que, cada vez que la veo, me deja embobado. Canaria con aspecto de hawaiana y de sonrisa dulce que le llega hasta los ojos, va siempre armada con un cuchillo que me corta la respiración. Me dieron ganas de bajar del coche como hacía mi padre, pero en vez de para pegar a nadie, para llegar hasta su coche y decirle hola o algo parecido. Pero no lo hice. Me puse tan nervioso como se pone un perro a la hora de cruzar una autopista y opté por no hacerlo. Sólo la volví a mirar otra vez y ya luego la dejé en paz.

Fue entonces cuando el semáforo se puso en verde y yo, por supuesto, metí primera y arranqué dejándola atrás, porque tengo claro que en los semáforos no hay cortesía que valga.

¿TODO BIEN? SI, MUY BIEN

Tal cual cae un castillo de naipes al intentar poner la última carta. Así caí yo. Después de aquel momento, sólo acerté a darme la vuelta, ponerle el brazo por encima a mi desconsuelo y abrigarme con la tristeza para empezar a subir la pendiente de nuevo, como hemos hecho todos.

Llevaba tres meses sin verla, que no es lo mismo que estar tres meses sin saber nada de ella. -Yo no sé qué es lo que ocurre, pero basta que no quieras saber nada de alguien, para que de repente se tropiece con tus allegados y luego lo hagas tú. Todos ellos, ajenos a la separación, te dicen: “vi a menganita (es que lo de fulana suena tan feo). Qué guapa está”. Ahí es cuando tu cara se te desdibuja y ellos ven como la separación se abre paso en tu rostro derribando cualquier mueca barata con la que disimular-. Me había hecho a la idea de comenzar una nueva vida sin ella. Había sacado fuerzas de donde no tenía para sacar sus fotos de mi casa, guardar todo aquello que me recordaba a ella y, por qué no decirlo, ser un poco golfo sin herir sensibilidades ni prometer eternidades que a la mañana siguiente iban a caducar irremediablemente.

Salía una y otra vez con mis amigos. Ir al cine, al fútbol o a tomar algo acababa siempre de la misma manera. Nos lo tomábamos todo. De repente me sentía tan preparado para todo -por culpa de aquella vorágine en la que estaba inmerso- que perdí el pulso al intentar colocar aquella última carta en el castillo.

Estaba tomando algo apoyado en la barra mientras hablaba con una chica. ¿De qué? No lo recuerdo. Además, daba igual. ¿Con quién? Y yo qué sé. Sólo recuerdo que en un intento por parecer irresistible giré mi cabeza al lado equivocado. Justo al lado donde estaba ella con sus inseparables amigas. En ese momento, la chica que estaba a mi lado, injustamente, careció de la más mínima importancia. Mi vista sólo alcanzó a verla a ella. Me disculpé con la tercera en discordia y me acerqué hasta ella. Nada más verme, me sonrió: -¿Qué tal? ¿Todo bien?- Yo, me puse la careta de chico feliz y solvente y sólo atiné a decirle –Sí, todo bien, ¿qué tal va todo?-

Aquel “genial” que salió de su boca abrazado a una sonrisa y la manida expresión “me alegro de verte” me mataron por completo. Me acuchillaron el orgullo. Intenté que no se notara y me despedí de ella. Lo que vino después, como comprenderás, no te lo voy a contar…

lunes, 22 de agosto de 2011

RECUERDOS

Van pasando los días y, con ellos, nuestras vidas. No se detienen ante nada. Los segundos van sucediéndose en cada reloj irremediablemente y, con cada salto que va dando la aguja vamos contando progresiva o regresivamente dependiendo de cómo veamos la vida o cómo hayamos sido educados.

Dicho así, parece que todo lo que nos ocurre en nuestra vida no tiene vuelta atrás, ya que no somos aparatos programados para reproducir una película una y otra vez del mismo modo. Aun así, tenemos otra opción a nuestra disposición que, si bien no es fiel a los hechos en cada reproducción, introduce una variable esencial en la ecuación. Esa opción recibe el nombre de recuerdo y la variable, el nombre de sentimientos.
Nuestros recuerdos, conforme va pasando el tiempo, van siendo adulterados por el sentimiento que se extiende desde el momento en que suceden hasta nuestros días actuales.
Los recuerdos tienen diferentes formas, protagonistas, palabras y finales. No existe el recuerdo fiel, porque los recuerdos, a fin de cuentas, son como los sentidos. La vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto y los recuerdos, no son más que meros instrumentos que utiliza el corazón para vestirnos durante un breve instante con el traje del amor, el odio, la repulsa, una sonrisa o una lágrima. Así, podemos vestirlos con la música del amor, con música triste, con un solo instrumento, o con una banda entera tocando sólo para nosotros en ese momento.
Los creamos sin saber que lo estamos haciendo, porque la mayoría de recuerdos, llegan hasta nosotros a traición, como hacen los grandes amigos y los grandes enemigos.
Un atardecer, un despertar, una sonrisa, un olor, un beso, el palpitar del corazón, una baldosa rota, una foto que no sale bien, un almuerzo cerca del mar, un paseo por una calle adoquinada, una despedida, un reencuentro. Todos ellos son válidos. Todos ellos son grandes y pequeños. Hacen bien y hacen daño. Y lo hacen sin intención, o con toda ella.
Así los creamos, sin querer. O quizás queriendo. ¿Creamos otro? La música ya está sonando y he decidido que sea un bolero