martes, 23 de agosto de 2011

LOS SEMÁFOROS

Hay varias cosas en este mundo capaces de despertar en mí una inusual curiosidad. Hoy me detengo a hablar seriamente de una de ellas, los semáforos. Los semáforos, aunque no lo crean, son mucho más que un palo que regula el tráfico con lucecitas. En los semáforos nacen, se reproducen y mueren muchas historias.

A los seres humanos, cuando paramos en un semáforo, se nos abre un abanico inmenso de posibilidades. Ya que en los semáforos los hay que compran el periódico, que se ganan la vida haciendo malabares, que se hacen ricos comprando un número de lotería o un cupón de la ONCE, que intentan reconciliarse, que se lanzan a por su presa intentando robar un beso que llevan planeando desde que subieron al coche, que intentan conquistar intimidando con la mirada a quien va en el coche de al lado, etc.

En los semáforos yo he estado a punto de ganarme un Grammy después de interpretar magistralmente y con las ventanillas de mi coche subidas “El alma al aire” de Alejandro Sanz, mientras veía por el retrovisor como el conductor del coche que me seguía se hurgaba la nariz como si tratara de encontrar un tesoro. También he aprovechado más de uno para bailar al son de la Banda de Agaete con mis amigos en las noches de juerga sana que hoy extraño, ¡qué tiempos aquellos! Y por qué no decirlo, he conocido los grandes éxitos del reggaetón, del merengue, del house y la bachata, curiosamente, siempre al lado de un SEAT León, un Hyundai coupé, un VW Golf o Polo y, cómo obviarlos, un Renault Mégane o Clio.

Creo que la manía de aprovechar el tiempo en los semáforos la heredé de mi padre, que cuando yo era pequeño, tenía la bonita costumbre de aprovechar el tiempo en que el semáforo estaba en rojo, para pellizcarme la pierna si venía molestando o, si duraba mucho, bajarse, echar el sillón hacia delante y arrearme un guantazo. Porque cuando yo era pequeño, mi padre era muy propenso a aprovechar los tiempos muertos de los semáforos y yo, a temblar cuando los semáforos cambiaban de ámbar a rojo.

Hoy, de camino a casa, paré en un semáforo. Tal y como solemos hacer todos, miré al coche que tenía a mi lado. Porque yo no sé qué tienen los semáforos en rojo, pero cada vez que paramos en uno, nos da por mirar a todos los sitios. Izquierda, derecha, arriba, abajo, dentro de la guantera, dentro de la nariz en el espejo interior… Al mirar hacia la derecha la vi. Allí estaba ella. Una chica que, cada vez que la veo, me deja embobado. Canaria con aspecto de hawaiana y de sonrisa dulce que le llega hasta los ojos, va siempre armada con un cuchillo que me corta la respiración. Me dieron ganas de bajar del coche como hacía mi padre, pero en vez de para pegar a nadie, para llegar hasta su coche y decirle hola o algo parecido. Pero no lo hice. Me puse tan nervioso como se pone un perro a la hora de cruzar una autopista y opté por no hacerlo. Sólo la volví a mirar otra vez y ya luego la dejé en paz.

Fue entonces cuando el semáforo se puso en verde y yo, por supuesto, metí primera y arranqué dejándola atrás, porque tengo claro que en los semáforos no hay cortesía que valga.

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