martes, 20 de julio de 2010

TESTAMENTO

Yo, Daniel Calero Medina, mayor de edad y con un DNI que no viene al caso, me pongo frente a la pantalla con el ánimo de redactar mi testamento, sin estar en pleno uso de mis facultades mentales, como de costumbre. A ti (tú ya sabes que es a ti, no hace falta que diga tu nombre), en caso de fallecer, te dejo mis ojos, para que cuando despiertes y te mires al espejo, puedas ver a la mujer más guapa que he visto en mi vida. Sólo teniendo mis ojos sabrás lo bella que eres y si se te humedecen al ver tu imagen, es que siguen manteniendo su esencia aunque no sea yo quien los lleva puestos. Con ellos también podrás ver cuán bellos son los días si en medio de la perspectiva se cruzan tus manos. También a ti, te dejo mi sentido del olfato. Sólo teniéndolo, llegarás a saber el verdadero olor que tiene un abrazo, como lo sé yo desde la primera vez en que nuestros cuerpos quedaron entrelazados y pude respirar cerca de ti. En aquel momento supe cómo olían la primavera y la libertad, aun estando prisionero de tus brazos, esos brazos que cuanto más me apretaban, más me acercaban a la vida. Para ti también, mis oídos. Para que el color de tu voz te llegue como la verdadera melodía que es. Para que la musicalidad de tu cadencia al hablar te transmita la paz que me transmite a mí saber que eres tú quien me habla mirándome a los ojos, o al otro lado del teléfono. Te dejo también mi boca. No te preocupes si notas algún dolor cuando la lleves puesta. Es que te nombro hasta en sueños, porque creo que eres un regalo, una bendición que me llegó desde algún lejano en compensación por algo muy bueno que hice en otra vida y que desconozco. Te podría donar mi cerebro, pero prefiero no hacerlo por la sencilla razón de que perdí el juicio cuando te vi sonreír por primera vez y creo que nunca lo volví a recuperar, salvo las veces en que me dio por reparar en la suerte que tenía. Para terminar, sólo quiero decirte que para ti serán mis ganas de vivir, aquellas que a mí, desde donde esté no se me terminaron al tiempo que prometo cuidarte por siempre, dejándote absolutamente libre para seguir descubriendo el mundo que te falta por descubrir. Mi corazón.... te lo podría dar si lo tuviera, pero no lo tengo. Te lo entregué cuando nuestros labios se tropezaron dándome un recuerdo que nunca jamás olvidaré.

lunes, 19 de julio de 2010

LOS SUEÑOS

Cuando era pequeño, al igual que todos los compañeros de mi clase, soñaba con ser futbolista. Pero no un futbolista cualquiera. Soñaba que era el mejor futbolista de la historia. Ese que metía goles espectaculares que abrían los noticieros, que jugaba en el mejor equipo del mundo y ese ante quien se rendían Pelé y Maradona. Posteriormente, en el instituto, con el despertar de mis instintos, comencé a cambiar los balones por las curvas de la chica más guapa de mi clase, con quien sólo podía intercambiar alguna que otra palabra, algunos apuntes y casi siempre, los deberes que nunca hacía a sabiendas de que yo se los iba a dejar por si el profesor le preguntaba en medio de la clase. En aquella época, carecíamos de messenger y de teléfonos móviles, por lo que era en mis sueños donde más hablábamos. Así pasé tres años, hasta que cumplí los dieciséis y me regalaron una guitarra. Ahí mis sueños cambiaron. Quizás la fama nocturna de mis sueños me cambió y dejé de soñar con aquella chica para empezar a soñar con la música. Soñaba que llenaba en conciertos los mismos estadios en los que años antes marcaba goles espectaculares y que miles de personas cantaban mis canciones. Ese sueño me duró sólo un año, porque cuando cumplí los diecisiete, me metieron tanto miedo con la selectividad que me pasé un año entero soñando que suspendía aquel carrusel de exámenes y perdía un año lectivo con la consiguiente reprimenda de mi madre. En la época universitaria, concretamente en los primeros dos años, rara vez soñé con algún examen o algún trabajo. Fue época de soñar con chicas (otra vez) y con fiestas universitarias que empezaban los miércoles o los jueves y terminaban los lunes con una cerveza en la cafetería de la facultad. Soñaba una y otra vez con lo mismo. Cuando empecé a trabajar y a madurar (de no hace mucho a esta parte), fue cuando comenzaron mis pesadillas. Empecé a soñar con discusiones en despachos, con declaraciones de hacienda que me salían a pagar y con jornadas laborales interminables. Pero de repente apareció ella y mis sueños cambiaron. Ahora sueño casi todas las noches con ella. Unas veces sueño que cae rendida a mis pies, otras veces sueño que me rechaza e, incluso una noche, soñé que hacíamos el amor en el coche mientras se acercaba una ola gigante en medio de un campo de fútbol. Al día siguiente, nada más levantarme, tuve la intención de mirar en internet para descubrir qué significaba aquel sueño. Pero opté por no hacerlo por temor a que en el blog de alguna persona tan inteligente que sabe lo que significa cada sueño, descubriese que todo aquel batiburrillo significara que estoy enamorado de mi madre o algo por el estilo. Algunos dicen que los sueños no sirven para nada. Otros pensamos que sirven para mucho. Y somos muchos los que preferimos soñar despiertos en algún momento del día y elegir lo que queremos soñar, a esperar que llegue la noche y tener que tragarnos el sueño proveniente de nuestros desatados subconscientes.

LA BANDURRIA DE VICENTE

Lo escuché por primera vez en una verbena. Pero no en el escenario, sino pegado a un ventorrillo, mientras se tomaba un refresco con mi padre, que me llamó para que oyese a aquel artista. En cuanto lo oí entonar las primeras notas del éxito que hizo a Pedrito Fernández mundialmente conocido, no supe cómo reaccionar. Al principio me dieron ganas de reírme, porque aquella situación no era normal para un niño de once años. Días más tarde lo volví a ver en otra verbena, donde me cantó otra canción que me hizo rememorar los años en los que pensar en a qué teníamos que jugar era mi principal preocupación. Aquella vez me hizo sonreír, pero tiernamente, porque medio envuelta en aquella locura, afloraban su inocencia y su humildad. Era Vicente, un señor humilde a quien la suerte en la vida no le acompañó desde sus orígenes, pero tampoco le arrebató las ganas de vivir recogiendo y sembrando sonrisas a cada paso que daba. Aún hoy lo sigo viendo deambular por las calles de Tinocas y de Arucas, desayunando en alguna cafetería, sentado en una mesa o en la barra, sin hacer ruido como esos grandes genios de la sonrisa anónima, que han hecho felices a muchas personas en sus devenires por el mundo. Si lo ven por ahí, antes de juzgarlo, párense a conocerlo. Les garantizo que después de pasar mucho tiempo, les seguirá dibujando una sonrisa tierna. Han pasado más de quince años desde aquella primera experiencia musical y yo lo sigo recordando así.