martes, 13 de abril de 2010

MI CANCIÓN FAVORITA

Hace poco, en una entrevista, me preguntaron cuál era mi canción favorita. Y tras responder a la pregunta, la buscaron en la versión que dije que adoraba. Como era de esperar, no la encontraron, porque puede que yo pertenezca a ese grupo de locos que dan mayor valor a un tesoro cuanto más difícil es acceder a él y, quizá por eso, le de semejante categoría. Mi canción favorita es un fado que fue escrito por Amalia Rodrigues y Carlos Gonçalves. De dicha canción se han hecho algunas versiones realmente buenas a lo largo de la historia, como la de Dulce Pontes. Pero la versión que me cautivó por completo la hizo mi amiga Davinia Rodríguez junto al Maestro y también amigo que en paz descanse, José Antonio Ramos, entre otros. Como muchos no la conocen, pensé en hacer un regalo de un gran valor sentimental a esa gran mayoría. Pero no quería hacerlo del modo convencional, es decir, dando el título simplemente para que luego fuesen a descargarla por la red. Por eso, aventurándome, decidí probar a hacer un vídeo y, de esta forma, pagarle a Davinia la compañía que me hizo en muchos momentos de mi vida, aunque ella no lo supiera debido a esa distancia que nos separa físicamente, pero no en espíritu. Así pues, ahí va. Muchas gracias Davinia. Gracias por acariciarme los oídos cada vez que lo necesité y por hacerme tanta compañía y consolarme cuando la vida me golpeó. Gracias por arrancarme una sonrisa cada vez que la oí sabiendo que la vida te da desde hace un tiempo lo que mereces personal y profesionalmente. Gracias a ti he podido descubrir que una lágrima puede llegar a ser dulce, siempre y cuando sea la lágrima que con tanto talento salió de ti.
Gracias

lunes, 12 de abril de 2010

QUIÉN SABE...

¿Quién sabe? A lo mejor un día te da por levantarte y ordenar tu vida, dándole a cada uno el lugar que merece de acuerdo con lo que representan en el presente y no por lo que un día fueron o creíste que podrían llegar a ser hace mucho tiempo. Concretamente, cuando decidiste hipotecar tu vida con un alto índice de interés. ¿Quién sabe? Puede que ese día, cuando llegue el momento de valorarme, me lances al olvido definitivamente con un golpe de indiferencia que estoy seguro te dolería tanto a ti como a mí, o puede que me incluyas en tu lista, a la que un día decidí opositar preparándome el temario en tiempo récord. ¿Quién sabe? Puede que cuando llegue ese momento esté tan cansado de ver que lo que estudié fue en vano, que decida darte la espalda como tú hiciste en su momento, sin piedad alguna y confundiendo tu voz con las gotas de la lluvia cuando golpean impíamente el suelo. Porque, ¿quién sabe? A lo mejor, cuando a ti te entren ganas de ordenar tu mente y tu alma, a mí también me entren ganas o ya lo haya hecho y te haya condenado al cajón de la experiencia, al Tártaro de mi memoria, donde reposa todo aquello que me apuñaló hasta el fondo mi corazón, estimulando mi crecimiento. Y es que, aunque no lo queramos ver, lo que tenemos no es más que la consecuencia, en muchas ocasiones, de lo que hicimos o dejamos de hacer. No somos más que la suma de nuestros actos, aquellos que nos han hecho pensar de una forma u otra y caminar en una dirección que nos ha llevado al sendero en que nos encontramos ahora.

LUGARES

Hay lugares que, al igual que las grandes películas o las grandes canciones, conservan intactas su magia y su esencia aunque pasen veinte, treinta y hasta cuarenta años. Es eso que los entendidos llaman “clásicos”. Y lo son porque, a su alrededor o en su interior, confluye una gran cantidad de recuerdos, de historias improvisadas, etc.
Están en cualquier lugar, en cualquier habitación o en cualquier baldosa pero, principalmente, en nuestra memoria archivados en forma de recuerdo. Y están tan cargados positivamente que, aunque en torno a él hayamos vivido malas experiencias, con el paso del tiempo consiguen arrancarnos una sonrisa cuando volvemos a ellos.
Así es el salón de la casa de mi abuela. Ahí paseaba junto a mi abuelo en sus últimos días y le leía el periódico ajeno al conteo regresivo en que se había convertido su vida en el último año. Cuando vuelvo a entrar en él, siguen sonando invisibles las risas de toda mi familia y el tintineo de las copas chocando entre sí envueltas en buenos deseos para el nuevo año que comenzaba. En él sigo viendo a mis tíos arreglando el mundo vestidos de rigurosa etiqueta negra mientras sus mujeres refunfuñaban en la habitación porque el sueño comenzaba a apoderarse de sus ojos. Cuando atravieso el arco de medio punto, miro hacia el suelo y sigo viendo en él las chapas al tiempo en que recuerdo cómo me tiraba sobre la alfombra que durante años estuvo puesta en aquella estancia para inventar jugadas históricas que nunca salieron por la tele abriendo noticieros.
Así es el armario de las golosinas que durante años estuvo en casa de mi tía abuela en un séptimo piso y que se convirtió en el dulce paraíso para mis primos y para mí en cada reunión familiar. Allí había de todo. Galletas, chocolatinas Tirma, caramelos de mil sabores y hasta una tableta de chocolate para diabéticos a la que sólo recurríamos cuando ya habíamos dado buena cuenta de todo lo anterior. Cuando lo abrí por última vez hace unas semanas, no sólo salieron las golosinas anteriormente mencionadas. También salió de él el olor a viernes por la tarde, cuando llegaba del colegio y subía a toda prisa las escaleras (había ascensor, pero casi todos los viernes se averiaba) para dar buena cuenta del bocadillo, del zumo de melocotón y de la chocolatina antes de bajar las escaleras de tres en tres para que me eligieran en uno de los dos equipos que iban a disputar el partido que duraba hasta que las farolas se encendían y las madres comenzaban a llamar a sus hijos desde las ventanas.
Lugares, recuerdos, mil historias revoloteando a su alrededor, una sonrisa por cada recuerdo alegre y otra por cada recuerdo triste ya cicatrizado en nuestro interior. Lugares que siempre estarán vivos mientras los recordemos.