lunes, 12 de abril de 2010

LUGARES

Hay lugares que, al igual que las grandes películas o las grandes canciones, conservan intactas su magia y su esencia aunque pasen veinte, treinta y hasta cuarenta años. Es eso que los entendidos llaman “clásicos”. Y lo son porque, a su alrededor o en su interior, confluye una gran cantidad de recuerdos, de historias improvisadas, etc.
Están en cualquier lugar, en cualquier habitación o en cualquier baldosa pero, principalmente, en nuestra memoria archivados en forma de recuerdo. Y están tan cargados positivamente que, aunque en torno a él hayamos vivido malas experiencias, con el paso del tiempo consiguen arrancarnos una sonrisa cuando volvemos a ellos.
Así es el salón de la casa de mi abuela. Ahí paseaba junto a mi abuelo en sus últimos días y le leía el periódico ajeno al conteo regresivo en que se había convertido su vida en el último año. Cuando vuelvo a entrar en él, siguen sonando invisibles las risas de toda mi familia y el tintineo de las copas chocando entre sí envueltas en buenos deseos para el nuevo año que comenzaba. En él sigo viendo a mis tíos arreglando el mundo vestidos de rigurosa etiqueta negra mientras sus mujeres refunfuñaban en la habitación porque el sueño comenzaba a apoderarse de sus ojos. Cuando atravieso el arco de medio punto, miro hacia el suelo y sigo viendo en él las chapas al tiempo en que recuerdo cómo me tiraba sobre la alfombra que durante años estuvo puesta en aquella estancia para inventar jugadas históricas que nunca salieron por la tele abriendo noticieros.
Así es el armario de las golosinas que durante años estuvo en casa de mi tía abuela en un séptimo piso y que se convirtió en el dulce paraíso para mis primos y para mí en cada reunión familiar. Allí había de todo. Galletas, chocolatinas Tirma, caramelos de mil sabores y hasta una tableta de chocolate para diabéticos a la que sólo recurríamos cuando ya habíamos dado buena cuenta de todo lo anterior. Cuando lo abrí por última vez hace unas semanas, no sólo salieron las golosinas anteriormente mencionadas. También salió de él el olor a viernes por la tarde, cuando llegaba del colegio y subía a toda prisa las escaleras (había ascensor, pero casi todos los viernes se averiaba) para dar buena cuenta del bocadillo, del zumo de melocotón y de la chocolatina antes de bajar las escaleras de tres en tres para que me eligieran en uno de los dos equipos que iban a disputar el partido que duraba hasta que las farolas se encendían y las madres comenzaban a llamar a sus hijos desde las ventanas.
Lugares, recuerdos, mil historias revoloteando a su alrededor, una sonrisa por cada recuerdo alegre y otra por cada recuerdo triste ya cicatrizado en nuestro interior. Lugares que siempre estarán vivos mientras los recordemos.

0 comentarios: