sábado, 11 de julio de 2009

PEQUEÑO HUGO

Disfruto viéndolo corretear por el jardín detrás de la pelota, o detrás de cualquier bicho, como si no existiese nada más en el mundo que esos tesoros que persigue. En cada paso que da correteando a mi alrededor me va lanzando gotitas de la inocencia que hace tiempo me robó el desencanto. Una vez conquista la pelota, se dedica a tirarla contra la canasta una y otra vez. Si ve que no consigue acertar, tiene dos opciones. La primera es hacer un mate. Para eso se pone de puntillas y se estira todo lo que puede. Si lo consigue, me mira y sonríe para hacerme cómplice de su hito. Pero si no lo consigue, o no le apetece hacer un mate, me mira, me agarra de la mano y me da la pelota para que yo derrote al monstruo de la canasta. Cuando consigo el objetivo, él me mira, sonríe y grita un “bieeen” que me congela el cuerpo. Otro de los mejores momentos es verlo andar con las manos detrás de la espalda. Adopta la postura del abuelo cuando vaticina el clima del día siguiente y pasea como si él realmente supiera la actitud de persona mayor que ha adquirido. Se dedica a pasear, deteniéndose frente a cada flor del jardín o ante cada juguete que ha esparcido durante el día por él, mientras yo me pregunto qué estará pasando por esa cabecita con plumitas lacias y rubias. Es tanta la actividad que desarrolla durante el día que si yo estuviese en su lugar, caería rendido nada más tocar el colchón. Pero él no. Él está hecho de otra pasta que yo desconozco. Por eso, cuando llega la noche y su madre lo mete en la cama, él sólo pide la pelota. Y se duerme abrazado a ella, pensando que al día siguiente habrá más normas que desobedecer, más canastas que encestar y más bichos tras los que salir corriendo. Cualquier cosa que haga, ya sea comer, bañarse, pasear, jugar a la pelota, llamar a su madre, a su padre, a sus abuelos o a sus tíos o correr detrás de un bicho, me conquista. No sé en qué momento empezó esta historia. Sólo espero que no acabe. Aunque si acabase, sé que él tendría las palabras perfectas e inocentes para preguntar qué ha pasado. Probablemente diría ¿ya tá?

LA NOCHE

Es el momento de los contrastes. El tiempo del desenfreno, de los disfraces, de las relaciones esporádicas, eventuales, que se acaban cuando sale el sol, el tiempo de Baco, de las luces de neón, de las profesiones más antiguas a pie de calle y, por otra parte, el tiempo de los miedos, de la soledad, de los fantasmas del pasado, de los recuerdos, de la inestabilidad de las conciencias y de los largos paseos para ahuyentar al insomnio. El tiempo de la música. Una música que, dependiendo del estado en que te encuentres, puede ser la más festiva y pachanguera del mercado, o la más triste y sombría que se puede encontrar. El tiempo de la música caribeña, con el movimiento sensual que conlleva la ocasión, o la música más lenta y agónica, cargada de letras afiladas como cuchillas que van desgarrando las almas de adentro hacia afuera, hurgando en los puntos donde más dolor hay acumulado. Es el momento en que los contrastes salen a relucir. Si paseas por cualquier calle, verás cómo la gente se pasea en pareja o en grupos, con las sonrisas etílicas dibujadas y con conversaciones, raramente trascendentales, en alta voz. A esa misma hora, en cualquier casa cercana, hay dos personas entregadas a la pasión eventual, gratuita o de pago y en otra habitación, hay una persona aferrada a una almohada, mientras las lágrimas van rodando por sus mejillas hasta que llega el tan preciado tiempo de Morfeo. Hay noches en las que sigues apareciendo a mi lado. En las que te encuentro en mi cama, abrazándome como siempre hacías, cogiéndome de la mano entre sueños y dándome patadas entre sábanas por no sé qué pesadilla. Hay otras noches en las que, pese a oír tu voz, no llego a encontrarte al despertarme. Sea cual sea la noche, lo único que coincide es que cuando llega la mañana, ya te has ido. Te vuelves etérea con el primer rayo de sol y es imposible alcanzarte. Te pierdes entre la claridad y da igual cuánto me esfuerce por retenerte. Hay otras noches en las que no apareces. Son esas en las que la oscuridad de los peores sitios amparan a la mejor gente que, abrazadas a un vaso o a una botella, frivolizan o calman sus ansias de verborrea en torno a temas insustanciales. Eso sí, esas noches, cuando abro la puerta de mi casa, ahí estás tú. Esperas paciente hasta que me desvisto y me meto en la cama, para vaciar el saco de los recuerdos mientras mis ojos se van cerrando poco a poco. ¿Has probado a intentar quedarte alguna mañana? Yo sigo esperando que lo hagas…

miércoles, 1 de julio de 2009

EL TIEMPO DE LA MIEDOCRIDAD

De un tiempo a esta parte, la miedocridad se ha hecho un hueco entre nosotros, ocupando el primer plato en nuestras mesas a las horas del desayuno, del almuerzo y de la cena. La miedocridad es ese sentimiento asustadizo que invade a algunos mediocres, que ven amenazada su posición social o su estatus de privilegio ante el nacimiento de algo o alguien brillante y capaz de ocupar esa posición. Atrás quedan los proyectos, las ideas y sus razones, etc. En la actualidad, lo que prima es el maquiavelismo puro y duro, capaz de cortar cabezas porque quienes las tienen suponen una amenaza. Vivimos el tiempo en que la razón y la brillantez son decapitadas para que el apoltronamiento gane, batalla tras batalla, para interés de algunos pocos.
Poco espacio tienen en este mundo los proyectos hechos a largo plazo con una brillantez inusitada si no llevan el sello del mediocre que maneja el cotarro. Lo que importa realmente es que el que vaya detrás del mediocre número uno sea más tonto, porque si es muy listo, sacará a relucir todas las vergüenzas del “líder”, quien piensa que si la sociedad se estanca, no importa mientras el tenga su bolsillo lleno de dinero y su agenda repleta de contactos que generen el poder que necesita.
Estamos en el tiempo en que todo es posible, hasta lo más descabellado. Vivimos en una sociedad que ha premiado hasta tal punto a la mediocridad, que hay grandes cargos de grandes empresas cuyos estudios (quince minutos de la ESO) y preparación son inferiores a los del último empleado de dicha empresa. Como decía mi madre, aquí hasta el más lento empuja al que va delante. Y es que en la sociedad intensiva que nos ha tocado vivir, donde no existen carreras de fondo, sino de velocidad, el leitmotiv está sacado de un par de películas de Hollywood. TOMA EL DINERO Y CORRE y CON LA POLI EN LOS TALONES. Vivimos en una sociedad donde la globalización ha llegado al punto de individualizar a todos aquellos que formamos parte de ella, aislándonos del medio, por lo que una revolución de ideas es absolutamente utópica y, por consiguiente, el cambio a una sociedad más concienciada. Y es que la base del triunfo de la miedocridad está en la división de aquellos capaces de cambiar el sistema.