martes, 23 de agosto de 2011

¿TODO BIEN? SI, MUY BIEN

Tal cual cae un castillo de naipes al intentar poner la última carta. Así caí yo. Después de aquel momento, sólo acerté a darme la vuelta, ponerle el brazo por encima a mi desconsuelo y abrigarme con la tristeza para empezar a subir la pendiente de nuevo, como hemos hecho todos.

Llevaba tres meses sin verla, que no es lo mismo que estar tres meses sin saber nada de ella. -Yo no sé qué es lo que ocurre, pero basta que no quieras saber nada de alguien, para que de repente se tropiece con tus allegados y luego lo hagas tú. Todos ellos, ajenos a la separación, te dicen: “vi a menganita (es que lo de fulana suena tan feo). Qué guapa está”. Ahí es cuando tu cara se te desdibuja y ellos ven como la separación se abre paso en tu rostro derribando cualquier mueca barata con la que disimular-. Me había hecho a la idea de comenzar una nueva vida sin ella. Había sacado fuerzas de donde no tenía para sacar sus fotos de mi casa, guardar todo aquello que me recordaba a ella y, por qué no decirlo, ser un poco golfo sin herir sensibilidades ni prometer eternidades que a la mañana siguiente iban a caducar irremediablemente.

Salía una y otra vez con mis amigos. Ir al cine, al fútbol o a tomar algo acababa siempre de la misma manera. Nos lo tomábamos todo. De repente me sentía tan preparado para todo -por culpa de aquella vorágine en la que estaba inmerso- que perdí el pulso al intentar colocar aquella última carta en el castillo.

Estaba tomando algo apoyado en la barra mientras hablaba con una chica. ¿De qué? No lo recuerdo. Además, daba igual. ¿Con quién? Y yo qué sé. Sólo recuerdo que en un intento por parecer irresistible giré mi cabeza al lado equivocado. Justo al lado donde estaba ella con sus inseparables amigas. En ese momento, la chica que estaba a mi lado, injustamente, careció de la más mínima importancia. Mi vista sólo alcanzó a verla a ella. Me disculpé con la tercera en discordia y me acerqué hasta ella. Nada más verme, me sonrió: -¿Qué tal? ¿Todo bien?- Yo, me puse la careta de chico feliz y solvente y sólo atiné a decirle –Sí, todo bien, ¿qué tal va todo?-

Aquel “genial” que salió de su boca abrazado a una sonrisa y la manida expresión “me alegro de verte” me mataron por completo. Me acuchillaron el orgullo. Intenté que no se notara y me despedí de ella. Lo que vino después, como comprenderás, no te lo voy a contar…

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