lunes, 13 de abril de 2009

42 HORAS

Fue el tiempo que estuvo en mi casa aquel inquilino. Un inquilino que no dejó a nadie indiferente. Mi abuela, nada más verle llegar, dio saltos de alegría y corrió a abrazarlo como si fuese un hijo suyo que acabase de llegar de la guerra o de estar embarcado. Mi madre, en cambio, cuando lo vio, se temió lo peor. Cogió la llave de los truenos y desató futuras tormentas que nunca llegaron.

Aún recuerdo cuando fui a recogerlo. Nada más llegar al punto de encuentro, sentí que me estaba esperando. Vino hacia mí ajeno al revuelo que se produce en momentos como ése. Se puso a mi lado, me lanzó una mirada cómplice y supe en ese momento que era él a quien había ido a buscar. Nos lo dijimos todo sin que hiciera falta hablar, como sucede normalmente en las grandes amistades.

En el coche, de regreso a la ciudad, ninguno de los dos habló. Yo me limité a hablar con Silvia y él, a dormir sentado junto a ella. Recuerdo que abrió los ojos justo antes de parar el motor de mi coche, como si supiera de antemano cuánto iba a durar el trayecto. Tal vez casualidad, tal vez magia. Lo cierto es que en su compañía todo fue distinto.

Pasé la primera noche hablándole para que se disipara el temor lógico ante una vida que comienza lejos de donde se había criado y para que tuviese claro quién llevaba los pantalones en mi casa. Le expliqué una y otra vez que si se ganaba a mi madre, lo tenía todo hecho. Es más, haciendo lo que le dije, supuse que mi madre hasta cocinaría teniendo en cuenta sus gustos antes que los nuestros. Al día siguiente, fui a buscar todo lo que era necesario para su estancia. Incluso le regalé una camiseta mía que pareció volverle loco cuando la vio.

En la segunda noche, la última, estuvimos jugando en la terraza ajenos a lo que iba a ocurrir al día siguiente. Nos pasamos lanzándonos pelotas de tenis más de una hora, mientras yo seguía advirtiéndole sobre mi madre. Se nos hizo tarde y nos fuimos a dormir a nuestros respectivos aposentos aunque él, por lo desconcertante del cambio, se metió en mi cama a la hora de habernos acostado. Le hice un sitio y él me lo agradeció no sólo por el frío que hace en noviembre, sino también por el cariño.

Pero al día siguiente, lo ingrato del destino vino a visitarnos justo cuando yo no estaba en casa. Mi madre, ignorante en ciertos aspectos de su comportamiento, le tiró el guante y, según me cuenta ella, él se volvió loco. Comenzó a correr, a dar saltos como loco y a comportarse como no lo había hecho antes en mi compañía. Rompió alguna figura inútil de esas que llenan muchas casas hasta hacerlas parecer del siglo XV y empezó a gritar a su manera. Mi madre, asustada ante aquel comportamiento, cogió rápidamente el teléfono y me dio a elegir entre mi amigo y ella. Lógicamente, la elegí a ella por lo del amor y toda esa parafernalia que envuelve a las relaciones madre-hijo.

A él lo devolví al lugar donde lo recogí entre lágrimas y diciéndole todo aquello que en su día no le dije. Probablemente él no me recuerde. Es más, si nos tropezamos en la calle, ni me reconocerá. Pero yo no lo he olvidado. Cada vez que voy por la calle y veo a alguien que se parece a él, me paro, lo recuerdo, suspiro y sigo caminando. Supongo que es lo que ocurre cuando sólo tienes buenos recuerdos de alguien. Y da igual que sea sólo un perro. Era mi perro.

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