lunes, 9 de marzo de 2009

EL CAFE DE LAS SIETE

Solía llegar a las siete de la mañana al apartamento de su propiedad, y siempre lo hacía sigilosamente, procurando no despertar a quienes dormían plácidamente en las habitaciones. La única excepción la hacía conmigo, que dormía en el sofá cama del salón-comedor-cocina. El salón-comedor-cocina, para quien lea ésto y no lo entienda, es una estancia multifuncional existente en muchos bungalows del sur de cualquier isla, donde se dan cita infinidad de familias con el fin de pasar unas minivacaciones para ahuyentar la obligación impuesta por los horarios y los relojes durante gran parte del año.

Una vez entraba en aquella estancia, ponía la cafetera al fuego y se iba a regar las plantas de la entrada de atrás, aquel rinconcito donde había conseguido reunir algunas especies que representaban, junto a los pájaros, el ron, el humor, la pintura y el propio café solo que preparaba, uno de sus grandes entretenimientos.

En cuanto oía el silbido de la cafetera, soltaba la regadera de plástico, que más bien parecía un juguete, junto a aquel árbol que caía sobre la ventana y corría a apartarla del fuego. Acto seguido, se acercaba hasta el sofá donde yo dormía y me daba golpes en la cabeza hasta que abría los ojos, momento en que me preguntaba: -¿Te desperté? Perdona, es que no me gusta beber solo.- En ese instante y contra todo pronóstico, de mi boca salía una sonrisa que sólo él podía arrancarme con su ingenio a esa hora en la que el sol daba el pistoletazo de salida al día, mientras el ochenta por ciento de la población dormía en pleno agosto.

Tomábamos café hasta que su hijo se despertaba y se apuntaba al envite, y lo hacíamos jugando con el mechero que un día amarró a la barra americana con la excusa de encontrar fuego cada vez que quisiera, con los llaveros en los que, a modo de tablas de Moisés, se acordaba de su mujer y los hijos que ésta le había dado y aparecían con el sobrenombre de “burros y burras de esta familia”, o escuchando teorías acerca de la traición de Judas que hoy sonrojarían al mismísimo diablo si las escuchara.

Era el café de las siete, el que echo de menos desde que se fue a otro lugar en el que seguro que se lo preparan a él porque para eso trabajó duro toda su vida. Ese lugar en el que San Pedro le entregó las llaves al canario de Segovia por miedo a que cumpliera su amenaza de darle una patada en la entrepierna. Ese lugar desde el que pinta cuadros de Cho Juá mezclando sus colores en una paleta que cada amanecer está más y más bonita aunque ya no compartamos el café ni yo sea capaz de levantarme de buen humor.

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